Recuerdo, cuando pequeño, asegurar que los paisajes de Tijuana estaban muy ‘chingones’, defendiendo a capa y espada sus playas y lo exótico que puede llegar a ser ‘el vigía’ por sus peces color ‘Tecate’ y el avistamiento de ballenas ‘Corona’. Los mejores lagos estuvieron por mucho tiempo en el parque Morelos o el de la amistad, prolongados por calles y avenidas en forma de pequeños charcos, derivados de algún problema de la CESPT y en los cuales, con algo de suerte, podías ver renacuajos que cualquier niño asegura serían ranas algún día. Sigo esperando, como también espero algún día ver el verdadero color de las hojas colgadas a los arboles del centro, de la Zona Río o del teniente Guerrero, aquel parque también de la infancia. Sólo con la edad y la experiencia me he dado cuenta que los tenis en los cables o los calzones en los arboles, son aretes que lucen bien en las orejas sordas de la ciudad, pero que nada tienen que ver con las perlas que brillan más allá de las fronteras.
Hace aproximadamente dos años tuve la oportunidad de viajar al sur del país y durante cerca de un mes recorrer las zonas naturales más hermosas que he visto hasta ahora. Recuerdo haber documentado cada uno de los días en una pequeña bitácora de viaje inspirada en la impresión de aquellos majestuosos paisajes, que si bien había visitado antes, poco detalle había notado. La selva lacandona o los ríos de Veracruz superan por mucho los paisajes que veía los sábados por la mañana en la National Geographic o en las viejas enciclopedias del cuarto de mi bisabuela. Las playas de Yucatán y el sabor de un ceviche, pescado y cocinado ante tus ojos, ponen en duda los cardúmenes congelados en ‘las playitas’ de la calle 6ta. El Caribe Mexicano y sus especies exóticas pueden compararse únicamente con los extraños habitantes que recorren la revolución un sábado por la noche. Tijuana y sus aguas alcanzan los 7 colores de la famosa laguna de Quintana Roo en los sobreruedas, al pedir un raspado de fresa, piña o tamarindo. En Yucatán pedí ver los cenotes sagrados y un amable guía, que decía ser descendiente de los Chichens, me llevó entre las primeras calles de nuestra civilización a los majestuosos pozos de agua. En Tijuana, de preguntar por los cenotes sagrados, acabaría en la calle 1ra bajo la mirada descendiente de las chichis del ‘Adelitas’ o el ‘Hong Kong’ en las primeras calles de nuestra ‘civilización’.
Vivimos presos de ambientes controlados y con esquemas similares a los de un zoológico. Tijuana, y seguramente muchas otras ciudades, se encuentran rendidas ante lejanos espejismos de paisajes naturales. Recuerdo muy bien que durante mi estancia en Chiapas, cercano a las cascadas de Agua Azul, me sorprendí de sobremanera al ver que un simio avanzaba colgado de uno de los pocos cables visibles entre los arboles, cuando en Tijuana los únicos simios que encuentras en los cables son electricistas o telefonistas. Los demás han aprendido a caminar sobre banquetas, algunos a manejar y otros hasta a ‘gobernar’. El mejor ejemplo de la supuesta evolución de las especies, la evolución urbana y las áreas, naturalmente, artificiales.