Nueve y media de la mañana, viernes 20 de noviembre. Jorge Ramos, alcalde de la ciudad, se preparaba para salir a ocupar su lugar en el balcón presidencial de palacio, le acompañarían, como siempre, trajeados de sonrisas falsas y un merolico al micrófono anunciando los logros de la administración. Familias, estudiantes, extranjeros, transeúntes y ociosos se verían pronto envueltos en la celebración de la Revolución Mexicana. Para las 10, el clásico desfile estaría ya en las afueras de palacio. Las sirenas de los bomberos enfatizaban la prisa de la comitiva por llegar a los ojos del alcalde y mostrar ahí su mejor número. Policías, paleteros y militares compartían estáticos la plaza, inadvertidos de la revolución que iniciaba justo a sus espaldas.
En los jardines de palacio, un hombre iniciaba su propia revolución. De los arboles colgó algunas mantas y sobre ellas hizo pasar frases de protesta, marcadas con rojo sobre el verde paisaje. Pronto se rodeó de algunos simpatizantes y juntos comenzaron a defender el parque. Establecieron su fuerte tras un altoparlante mientras disparaban al pueblo con folletos y letras ciudadanas.- ¡no a la tala de arboles!, ¡el zócalo es una mentira, quieren un centro comercial!, intereses del poder…- Sus voces se ahogaban en el aire. Se armaron de valor y replantearon su estrategia, el frente de batalla sería su nuevo objetivo, allá, bajo el balcón del alcalde, en el camellón, a la vista de todos. Su camino fue fácil. Un grupo de jóvenes asaltó con preguntas su cada vez más pequeña división. Contestaron y siguieron, esquivando los rifles de quienes cuidaban las banquetas, escapando a las ofertas insaciables de los paleteros y poniendo en movimiento la pluma de los jóvenes. Se instalaron bajo un árbol que les ofreció sombra frente al balcón presidencial, ellos, a cambio, ofrecieron defenderlo cada sábado a las 9 de la mañana. Lo cubrieron con mantas y levantaron la voz. Los motivos no habían cambiado, exigían que se respetara el espacio público y que los arboles del parque no fueran talados. El futuro zócalo era su gran mentira. Las palabras salían del altoparlante y estrellaban en los oídos de unos cuantos. Otros respondían con inercia a la algarabía, porras y uno que otro chiste malo. Los medios de comunicación hicieron aparición y dedicaron algunos minutos de la cobertura del desfile al único ciudadano con altavoz.
Aquella voz continúo hasta decir algo que me despertó mi curiosidad. –La marca de la muerte- Decidí hacerme visible, pues había sido hasta entonces un espectador más del desfile. Me acerqué al hombre y pregunté- disculpe, ¿la marca de la muerte?- el hombre apartó el aparato de su boca, volteó a verme y me explicó,- así es, mira la base de los arboles, todos los que encuentres con una marca de aerosol color naranja son aquellos que serán talados por la construcción del zócalo- asentí con la cabeza, agradecí y me retiré de ahí. Caminé por los pasillos del parque buscando verificar aquella hipótesis. Efectivamente, cientos de arboles llevaban aquella marca, la marca de la muerte. Pequeños puntos que mantienen a los arboles de pie, puntos al final de una oración que el alcalde, con su plástica sonrisa, nunca terminara.
Continuaba mi caminata, cuando escuché que una madre gritaba a sus hijos -¡ córranle que ya no vamos a ver nada!-. Entonces pensé, lástima que se refieren al desfile y no a los arboles.

1 comentario:
EXCELENTE,MUY BUENA DESCRPCION! ESTAS BIEN CHAFA!
Sin duda alguna los intereses de nuestro
espléndido presidente no se hacen esperar,
que lástima que somos cínicos.
Paz chilian!
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